jueves, 11 de noviembre de 2010

La esencia de lo puro


Cocó
Etapa I

Al abuelo Ernesto se le caía la babita cada vez que su nieta bailaba con él al son de las guarachas. Tiene bien grabado en su corazón que los primeros impulsos de la niña para querer caminar se dieron gracias al ritmo de los bongos y las batás. La muy pícara ya tenía buen oído para la música ygracia, y ritmo para bailar.
Tres años estuvo gozando su abuelo de criar a Cocó, estaba tan orgulloso y enamorado de su nieta que el muy granuja presumía con ella delante de las mujeres de su edad cuando se sentaba con ellas  a disfrutar de la tertulia del ocaso. Era la mejor hora para los más mayores, cuando la brisa de la tarde y la música que se colaba por los balcones les traía a la memoria viejos y gratificantes recuerdos. El tiempo de la vida parecía cesar sólo para ellos.   
Su preciosa Cocó le tenía encandilado, todas las tardes se la llevaba a pasear por las concurridas calles de La Habana, a veces incluso se la llevaba a escondidas a sus reuniones de santería con la intención de que a la niña se le llenara el alma de la energía Ashé de Olodumare, el Dios Universal. El abuelo tenía la firme creencia que las bendiciones y las oraciones que le dedicaba servirían para que los orishás nunca abandonaran el espíritu de su mulata. Eso sí, nada de esto podía contarle a los padres de Cocó, tenía bien claro que el blanquito español le prohibiría cuidar a su hija si se enteraba que le hacía participar de esos “rituales vudú” como él los llamaba. Ese Pedro era buen hombre y el abuelo Ernesto sabía reconocer que estaba cuidando muy bien de su familia. Pero le detestaba. Veía algo sospechoso en ese blanquito español que aparecía y desaparecía durante largas temporadas a su antojo. Se llevaban mal de mutuo acuerdo, sobre todo cuando él estaba en casa. Si el abuelo llegaba tarde con Cocó el jaleo que se montaba llegaba a oídos de toda la comunidad.
Pero de eso poco se acordaba ya la niña. Cuando su padre dejó de viajar a Cuba y de contactar con la familia, Darlin decidió irse a vivir a España y buscarle allí.
A Ernesto le descorazonó esa idea. Intentó disuadirla para que se quedaran junto a él pero nada podía hacer frente a la desesperación de una mujer enamorada, ahora madre soltera, que sólo ardía en deseos de volver a hallar a su hombre y procurarse un futuro mejor para ella y su niña. Pero sus planes no se dieron como esperaba. Después de instalarse en Barcelona en un pequeño piso de alquiler  en el casco antiguo de la ciudad su madre tuvo que buscar trabajo en lo primero que surgió para seguir adelante. Durante esos años trabajó como niñera, sirvienta, camarera y cuando consiguió poner sus papeles en regla de forma definitiva empezó a trabajar como dependienta en una tienda de moda. Al principio no lo daban el visto bueno por su apariencia y forma física, pero la encargada de esa tienda tan pija le concedió tres meses de prueba para ver cómo se desenvolvía. Darlin aprendió rápido: si su compañera llegaba justo a la hora que tocaba, ella tenía que llegar al menos diez minutos antes;  a la hora de cerrar, se quedaba lo que hiciera falta para atender a una clienta. Además tenía la compleja misión de apagar su acento cubano, no vestir ropas demasiado ajustadas para no marcar curvas que dieran una imagen agresiva frente a las mujeres y  tampoco demasiado holgadas para evitar que los hombres no se fijaran en ella. Para ser aceptada acabó por realizar un buen trabajo en la tienda y en sí misma.
Cocó pasó por lo que su madre creía que era una profunda nostalgia, pero siendo tan niña  era extraño que la tristeza ocupara una gran parte de su corazón. Durante los primeros años sufrió una especie de depresión melancólica que la niña no podía entender. Desconocía por completo que el cambio de aires, de gentes, de olores  y sabores había sido demasiado para ella. No podía comprender que echaba de menos el calor, la música, el jolgorio de su barrio y toda la felicidad que le había envuelto desde que nació. Pero por encima de todo lo que más le faltaba era el abuelo Ernesto y su inmenso cariño. Darlin sufría por su nena, pero pensaba que lo mejor que le podía dar era el fruto de su trabajo, para que no le faltara de nada. No sabía atender a esa tristeza que hasta le pintaba el aura de gris. No sabía ver que, sencillamente, su dedicación exhaustiva al trabajo y a pensar en el hombre que la abandonó le estaba haciendo perder una energía maravillosa. Esa búsqueda ciega y vana le estaba robando el amor y la magia que como mujer y madre le pertenecía. Y como los niños son los primeros en recibir  el impacto de los cambios, a Cocó le tocó sentirlo todo.
Cuando la niña cumplió diez años y Darlin recibió la tercera negativa de Pedro a reconocer su relación y encargarse de Cocó, la madre tuvo que tomar la decisión de olvidarse de él para siempre y empezar una nueva vida con algún que otro sueño por cumplir que se pudiera permitir. A partir de entonces se dedicó más a su hija y a ella misma y, cinco años más tarde, con ayuda de sus apurados ahorros, un préstamo y algo de dinero que le pagó el padre para la manutención de la niña y, por qué no decirlo, para que dejara de molestarle, abrió un restaurante de comida cubana en el Born, uno de los barrios que estaban más de moda en Barcelona. Le costó Dios y ayuda levantar el negocio, cada noche se entregaba en cuerpo y alma a rezar a Olodumare para que le ayudara. No podía olvidar sus orígenes y sus creencias porque eran parte de ella y negarlo era como negar parte de sí misma. Llamó al restaurante como a su ser más preciado, Cocó. Gracias a su proyecto entabló algunas amistades leales y por fin vio un futuro más o menos estable para ella y su hija. Tardó algún tiempo en dar buenos frutos, pero al final tuvo mucho éxito, gracias en gran parte a sus dotes culinarias y al amor que le ponía a todo. Algo que aprendió de su padre a muy temprana edad es que hay que tener orgullo de rey, humildad de santo y aguante de guerrero para que las cosas salgan bien en esta vida.
Cocó notó el gran cambio de su madre, pero mientras Darlin florecía y volvía a llenar su vida de colores cálidos, ella luchaba por entender por qué no acababa de encajar en el mundo. Quizá no fuera algo tan exagerado, pero ella lo sentía así. Tenía amigos y buenos resultados académicos y tenía el apoyo y el amor incondicional de su madre. Pero ella sentía que le faltaba algo, como si el ritmo vital que latía por dentro no le funcionara bien. A los quince años empezó a desarrollar una serie de complejos en los que volcó demasiada atención y que acabaron provocando un apagón de los colores de su aura cuando, siendo bien pequeña, había brillado como el Sol. Calificaba todo lo que tenía de sí misma como demasiado: demasiado pelo, demasiado morena, demasiadas caderas, demasiado llamativo, demasiado color,  demasiado, demasiado, demasiado…
A su madre todo le parecía poco, cuanto mejor marchaba el negocio mejor se sentía por dentro. Se había propuesto sonreír a cualquier circunstancia que le viniera y eso le hacía sentir más feliz, más bella y más fuerte. La energía que irradiaba se notaba a cinco metros de distancia, pero no era suficiente para Cocó. La mujercita había construido un muro de hormigón para refugiarse en sí misma. Pobre Cocó. Aún no lo entendía. Y desde luego,  lo que le faltaba por entender era algo que ella guardaba en su interior. Sólo precisaba de los ingredientes necesarios para que se le desvelara su auténtica belleza. 

Continuará....    

Patricia Djembé
 
 
 
Foto: El theobroma Cacao, de la que se extrae el cacao. (Imagen extraída de google)



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