Suerte la que tenemos
nosotros en Occidente: convivimos con niveles de estrés que bien podrían
colapsar los barómetros que lo midieran, si eso existiera. Todo lo hacemos
rápido y acumulamos diversas tareas al día porque las nuevas tecnologías nos lo
permiten, sin embargo, no reducimos el tiempo de trabajo para tener más descanso
y tiempo de ocio sino que, a falta de ello, le añadimos más faena a la cesta de
la rutina.
Al parecer, tener tiempo libre resulta muy caro en medio de esta “época
de crisis”. Para compensar, la psicología más vanguardista hace tiempo que nos
viene alertando de la importancia de quererse a uno mismo, de tener espacios de
recreación, de salir a divertirse y cuidar a nuestro niño interior. Pues bien,
si aún viviendo en nuestra etapa adulta hace falta que cuidemos a este niño o
niña interior es difícil imaginar una infancia en la que uno no ha podido ser
ese niño que más tarde hay que conservar.
Hoy es el Día Mundial
Contra el Trabajo Infantil, hoy, más de 215 millones de niños y niñas no tienen
acceso a la educación porque se ven obligados a trabajar. ¿Hay algún tipo de
plan de rescate en marcha para ellos? Creo que la respuesta a esta pregunta
sólo produce un eco profundo y distante.
En la actualidad, un gran
número de ONG’s para el desarrollo en España están trabajando para solventar
ese agujero negro al que nadie suele mirar. Unas trabajan para solventar las
carencias más básicas y urgentes; se centran en la alimentación, la sanidad, y
unas ostras a la educación.
Afortunadamente también existen organizaciones que, sin ánimo de lucro, su
labor íntegra se centra en desarrollar proyectos –gran parte en América del sur
y en los países africanos más castigados por los conflictos bélicos- con
los que los mismos colectivos de personas reciben las ayudas necesarias para
activar su microeconomía a largo plazo. Esto, evidentemente, es imposible en
regiones donde las personas viven en estado de guerra. El desamparo que sufren
los desplazados, refugiados de estos conflictos es noticia día tras día en los
medios de comunicación.Pero, acostumbrados ya a
la situación, esos 251 millones de niños o los 1.290 millones de personas que
viven en extrema pobreza (el 22% de la
población) se han convertido en datos que nos impactan y desimpactan como a
quien ve una película de terror por segunda vez.
Cuando reprendemos a los niños si se han portado
mal o han participado de una pelea les exhortamos a pedir perdón y de inmediato
volver a amistarse con su compañero. El pequeño agacha la cabeza sabiendo que
está mal lo que ha hecho pero la
solución suele ser sencilla: decir “lo siento” y volver a jugar juntos.
Si éstos conocieran la palabra, nos llamarían hipócritas. Pero no lo hacen, confían en
que sus mayores hacen lo que predican y el cuento se lo creen hasta que crecen
un poco más y cuestionan nuestra forma
de hacer las cosas como padres, tutores legales, profesores, instituciones, etc.
Y aunque los castigos dejan de tener sentido (el “porque lo digo yo” de toda la
vida), éstos aprenden la inercia estratégica de repetir lo que los adultos han
hecho por ellos antes. Basta un “la vida es dura” o un “es lo que hay” para desencantarse
del todo. Estarán mal las cosas, pero si hemos vivido así hasta ahora, será que
podemos continuar haciéndolo, ¿no?...
A todos esos niños a los que aún estamos haciendo
trabajar, ¿sabrán perdonarnos cuando lleguen a su edad adulta? ¿Qué harán para
curar al niño interior que no pudieron ser?
A todos los que somos adultos o semi adultos,
apliquémonos el cuento de una vez por todas.
Patricia Porteros