jueves, 22 de marzo de 2012

Mudarse de piel


Hace tiempo que la capa más superficial de mi piel se escama
Será que algo trama, un cambio de estación que llama a su puerta
Para producir un cambio sustancial, el picor la avala,  permanente.
Qué sensación de agobio, de no estar en mi sitio, de no ser en mí
Y sólo estar para esperar salir.
Quizá me esté resistiendo al cambio. La corteza se reseca y va cayendo de forma lenta
Con paciencia, sin causar estragos, haciendo amagos de desaparecer
Sin embargo, de esta forma, al perecer, no acaba de dejar entrar la luz  que  me toca,
Y me falta, y mi desazón provoca la falta de amanecer. Que los rayos me sirvan para vestir, poder asistir a mi propia crisis como espectadora, mis propios desastres naturales.
Qué provocadora, mi piel. Imita la madre naturaleza con sus muertes otoñales, sus erupciones mareas, fuegos y temblores ocasionales. Con sus llanuras como descanso y
sus rugosidades cinceladas por el Sol, la lluvia, el maltrato, el cuidado… Dura envoltura
que  se agrieta, se rompe, pulveriza y vuelve a florecer en el terreno fértil donde nace la vida.
No había prisa, he aguardado con exceso de prudencia esta mudanza,
Más que viviendo, ocupando una cáscara que ya no era mía, no era mi casa
La sensación ha sido la de salir cada día con mi hogar acuestas, creyendo  a ciegas
que lo que tengo es lo que me queda.
Ni la piel de ahora es la de mañana, ni mis vivencias son mi morada.
Ahora salgo, serpenteo, me descubro, mudo de piel.



Patricia Porteros Bevigny

viernes, 2 de marzo de 2012

¿Llegará la primavera con más indignación?

“Moderado, tímido y políticamente indiferente” esas fueron las características que definían muy parcialmente  a un muchacho de 18 años que no imaginó el alcance de su concienciada expedición hacia las protestas que emprendería más tarde contra un estado y sistema de desigualdades.  Un individuo cuyo nombre hoy es sinónimo o, al menos concepto cercano, a la Paz.
Muchos, la mayoría, llegamos a la post adolescencia y a los primeros tramos de la adultez manteniéndonos indiferentes, ineficientes y apáticos respecto a la política. Pero llega un momento, como se analiza en el estudio de las ciencias políticas, que surge nuestro interés por acercarnos ella. Y puede ser por varias razones pero las que más nos avocan a ello son las que hacen que nos indignemos.
Gandhi, el hombre “moderado, tímido y políticamente indiferente” del que hablo, no encendió la llama de su lucha hasta chocarse con el fino cristal que separa la realidad de nuestro ensueño.
Siempre pienso que para aquellos y aquellas que sudaron, lloraron y sufrieron por defender los cambios en los que creían, sobre todo los más contundentes en nuestra historia, lo habían tenido relativamente fácil. En el sentido de poder coger el toro por los cuernos (que conste que odio la tauromaquia), mirar a la bestia a los ojos y discernir cuál es el mal, el objetivo de lucha. Aquellos grandes humanistas, altruistas, filósofos de una realidad alternativa que hoy tomamos como referentes, en realidad empezaron con algo muy pequeñito. Quizá  empezaron por que todos los habitantes de su pueblo pudieran tener al menos, un cuenco de arroz al día y, a lo mejor, continuaron con la consolidación de unos derechos civiles básicos para los suyos. Me parece fácil porque hoy yo busco la cara de esa bestia y  no la encuentro. Sé que lo duro viene después, cuando hay que enfrentarla…pero ¿dónde está?
No siento que me aceche pero sin embargo, siento la mirada como un ojo que todo lo ve y lo subyuga a su poder, valga la referencia a un Sauron de Tolkien o a 1984 de George Orwell. ¿Dónde estás? ¿Te llamas Capitalismo? ¿Te llamas Violencia? ¿Te llamas Miedo? ¿sigues siendo el Hambre? ¿o eres Consumismo?
Sólo tengo una respuesta: eres yo. Eres nosotros, los humanos, con todo eso que nos hacemos mutuamente cada día. Eres lo contrario al equilibrio que nos negamos por miedo, el cual es la causa que origina la violencia y ésta es la que a su vez alimenta el miedo y construye un sistema en el que unos consumimos más de lo que necesitamos y otros, sí, se mueren literalmente de hambre.
Y sumándole a este sentimiento de persecución de lo que nos hace malvivir sobreviviendo, se le suma un sentimiento de complejo al dar por hecho que nunca seremos como esos grandes hombres y mujeres de los que hablan los libros. Y como tal mentira nos la hemos creído, seguimos cabizbajos temiendo que nos tachen de utópicos  o radicales a cada paso que damos.
Fuera como fuere, las palabras todos esos grandes iconos, de las luchas pacifistas y las revoluciones más explosivas, llegaron lejos porque  hasta hoy nos han servido como ejemplo para despertarnos y saber que podemos pedir y exigir cambios por lo que es injusto, desigual y violento contra nosotros.


No me sale de natural divinizar ni  guías espirituales como a Jesús de Nazaret, Buda o Mahoma y creerlos inalcancables; ni a pacifistas como M. Luther King, Teresa de Calcuta, Gandhi y tantos otros que se quedaron en el tintero de quien escribió la historia. Y ni mucho menos quiero permitir sentirme inferior ante escritores tan sublimes como Tolstoi, Hesse, Wolf, Emerson o Platón que tanto aportaron a favor del hombre y la mujer. ¿Y por qué? Porque a cada persona le llega su momento,  y a cada uno de nosotros nos corresponde una lucha y un papel que desempeñar. Y aunque nos sirvan todos maravillosos seres como fuente de inspiración, cada uno tiene su camino por delante y un ritmo a seguir que nadie nos puede arrebatar. 

Debemos dejar que las personas despierten en su  momento, haciéndolo de verdad, porque de poco sirven las ideologías y los dogmas más que para acumular adeptos en masa con una evidente desnivelación de conciencia. Sería diferente y revolucionario entonces trabajar cada uno su pequeña idiosincrasia y laborar también nuestros pasos, sintiendo (y cuidado que no digo pensando) que hacemos lo correcto en cada momento. Y si constatar la ausencia de “lo correcto” o lo justo nos provoca irritación, será un primer paso para el cambio.
La primavera empieza a florecer. Hace justo un año, miles de personas empezamos a caminar juntas y no importaba tanto el porqué como el rumbo que tomamos. Ningún partido, ninguna organización con nombre y declaración nos aplegaba. Simplemente superamos la timidez, la moderación y la indiferencia y dimos paso a la indignación.


Patricia



No es casualidad la palabra con la que los denominan...

“Los indignados”…decimos como si a nadie más le tocara estar allí, mirando por encima del hombro a un colectivo que es contramasa; que tiene cara y ojos. Con tantas caras y ojos como personas se hallan.

"Indignados" (piensan)... inadaptados, inconformistas limitados, ilusos y  vagos. Como   embrutecidos por ideales rojos, de corta vista y de talla utópica.

Nos miran indignados de que estemos indignados. Pero hay algo honorable en la indignación. Se indigna quien tiene dignidad. Y la dignidad es una virtud de quién se hace valer. Y Valores es lo que hemos mendigado, y ahora cosechado, para hacer frente a este nuevo proceso.

Me indigno de mí misma, lo primero. Me indigno de todo lo indignable, lo segundo.

 Indígnate, porque será el primer paso para respetarte a ti mismo.  Y luego, Indígnate, pues, conmigo... para hacer un poco más de fuerza, amigo.



Indignarse: Como primer paso, qué gran primer paso.Lo pienso y sonrío.



Patricia Porteros

jueves, 1 de marzo de 2012

El silencio de los discretos

¿A quién le gusta chillar?
No me queda nada claro que para “hacerte escuchar” entre los demás debamos alzar más la voz o gritar y llamar la atención.  Al fin y al cabo, esta idea parte de la ley del más fuerte. Quién más alza su voz, más será escuchado. Manda huevos la cosa…¿Empezamos todos un cursillo de dicción + elevación del autoestima y la autoconfianza y nos ponemos todos a gritar como locos para hacer prevalecer nuestros caprichosos argumentos? Una jungla sonora sería esto.

Afortunadamente no todo el mundo mantiene una actitud de defensa y ataque a ultranza; hay quien se modera en las conversaciones y quien es razonable a la hora de interactuar verbalmente. Son sujetos algo inexistentes en tipos de encuentros sociales de relaciones filiales algo más estrechas, por ejemplo, la de mi familia. Ahí manda la línea argumentativa de “por mis cojones que esto es así”.

En nuestra cultura decir algo gritando y, a poder ser, acompañándolo de gesticulación explícita es sinónimo de poseer la razón. Se trata  de dios o diosa a quien grita  a los cuatro vientos lo que piensa y oye, caiga quien caiga!
Hoy, tras sentirme un tanto disgustada con el tono de voz que debo emplear en según dónde y con quién esté, he intentado analizar mis sensaciones.

La voz es nuestro instrumento sonoro por excelencia, una herramienta de comunicación. Con un tono, un modo de vibración, timbre e intensidad podemos mostrar mucho de lo que somos. A través de una voz quebrada puede haber una persona con muchos miedos, muy triste; detrás de una voz fuerte y precisa puede haber una persona muy luchadora pero con un pequeño deje de desconfianza en sí misma, tras una voz se esconden cientos de matices que se crean en función de cómo somos, qué hacemos y cómo lo hacemos.

Daos cuenta de que incluso podemos modular esta voz dependiendo de con quién estemos. Nuestra voz, o el sonido que más se aproxima a nuestra nota particular (sí, es nuestra propia notación en un pentagrama universal) es aquel en que nos encontramos cómodos y sentimos que lo que estamos diciendo, concuerda con nuestras percepciones y sentimientos. Si no es así, también notaremos enseguida esa disonancia, ese chirriar en nuestro interior que nos advierte que la voz que habla no es nuestra.

Cuando nos percatamos de que alguien nos está escuchando con prisas o no tiene verdadero interés en vuestro parlamento, solemos acelerar el ritmo de nuestra  ponencia. Hablamos más rápido, resumimos e incluso nos enredamos bastante sintiendo que el otro no está por labor. Por su puesto, todos lo hacemos de vez en cuando.

También nos cambia la voz  en función de lo que sintamos por la otra persona interlocutora: amor, ternura rabia, apatía, indiferencia…todo se puede traducir con la voz. Por supuesto, como en todo, hay quien sabe interpretar.  Pero incluso los mejores actores fatigan, volcando tantísimas fuerzas en jugar un rol que realmente no es el propio.

Los Monty Pythons, el incomparable grupo de cómicos británicos surgido a finales  de los 60,  realizaron un día uno de los mejores sketch que he visto de ellos en su programa Monty Python’s Flying Circus. Se trata de una desternillante escena en la que un caballero inglés de impoluta presencia se presenta en la comisaría de policía para denunciar un robo. Como en todo gag, al principio no hay nada aparente extraño hasta que una palabra, gesto o incursión de un tercer elemento discordante interpelan al hemisferio izquierdo del cerebro , el que organiza el pensamiento lógico, lineal, analítico, matemático…en definitiva, el que pone orden y razón para comprender las cosas. Lo que ocurre en una escena cómica de este tipo  -y el calibre humorístico de este conjunto británico es severamente alto- es que traspasamos las fronteras de la lógica para descubrir el salvaje terreno de lo absurdo.
Pues bien, este click aparece tras la petición del policía que recibe al denunciante que cambie la intensidad de su voz, que si no, no lo puede entender. Acaba el turno del recepcionista y cuando al fin consigue adecuarse  a la tonalidad perfecta,  el ciudadano se las tiene que ver con otro miembro del cuerpo policial para proceder con la denuncia. Pero acumulando más ingredientes de surrealismo, éste necesita una que hable con un tono grave y, así,  van apareciendo más personajes en la escena, la cual acaba transformándose en un registro coral atonal y arrítmico de lo que, en teoría, debería  ser una conversación normal entre individuos que hablan una misma lengua.

 Cuesta entenderse cuando cada uno lleva su propio ritmo, su propia vibración... pero también hay que saber adaptarse en la medida que el otro busque lo mismo. El diálogo armónico no es tan difícil entonces  puesto que la armonía no es un conjunto de notas supeditadas a una sola, es la diversidad de notas encajadas, más o menos, en una sola tonalidad. Y así es posible distinguir la hermosísima particularidad de cada  una de ellas en una escala universal.








Patricia Porteros