martes, 12 de junio de 2012

“Papá, no me cuentes un cuento”





Suerte la que tenemos nosotros en Occidente: convivimos con niveles de estrés que bien podrían colapsar los barómetros que lo midieran, si eso existiera. Todo lo hacemos rápido y acumulamos diversas tareas al día porque las nuevas tecnologías nos lo permiten, sin embargo, no reducimos el tiempo de trabajo para tener más descanso y tiempo de ocio sino que, a falta de ello, le añadimos más faena a la cesta de la rutina. 
Al parecer, tener tiempo libre resulta muy caro en medio de esta “época de crisis”. Para compensar, la psicología más vanguardista hace tiempo que nos viene alertando de la importancia de quererse a uno mismo, de tener espacios de recreación, de salir a divertirse y cuidar a nuestro niño interior. Pues bien, si aún viviendo en nuestra etapa adulta hace falta que cuidemos a este niño o niña interior es difícil imaginar una infancia en la que uno no ha podido ser ese niño que más tarde hay que conservar.

Hoy es el Día Mundial Contra el Trabajo Infantil, hoy, más de 215 millones de niños y niñas no tienen acceso a la educación porque se ven obligados a trabajar. ¿Hay algún tipo de plan de rescate en marcha para ellos? Creo que la respuesta a esta pregunta sólo produce un eco profundo y distante.

En la actualidad, un gran número de ONG’s para el desarrollo en España están trabajando para solventar ese agujero negro al que nadie suele mirar. Unas trabajan para solventar las carencias más básicas y urgentes; se centran en la alimentación, la sanidad, y unas ostras a  la educación. Afortunadamente también existen organizaciones que, sin ánimo de lucro, su labor íntegra se centra en desarrollar proyectos –gran parte en América del sur y en los países africanos más castigados por los conflictos bélicos­­­­- con los que los mismos colectivos de personas reciben las ayudas necesarias para activar su microeconomía a largo plazo. Esto, evidentemente, es imposible en regiones donde las personas viven en estado de guerra. El desamparo que sufren los desplazados, refugiados de estos conflictos es noticia día tras día en los medios de comunicación.Pero, acostumbrados ya a la situación, esos 251 millones de niños o los 1.290 millones de personas que viven en extrema pobreza  (el 22% de la población) se han convertido en datos que nos impactan y desimpactan como a quien ve una película de terror por segunda vez.

Cuando reprendemos a los niños si se han portado mal o han participado de una pelea les exhortamos a pedir perdón y de inmediato volver a amistarse con su compañero. El pequeño agacha la cabeza sabiendo que está mal lo que ha hecho pero  la solución suele ser sencilla: decir “lo siento” y volver a jugar juntos.
Si éstos conocieran la palabra, nos llamarían hipócritas. Pero no lo hacen, confían en que sus mayores hacen lo que predican y el cuento se lo creen hasta que crecen un poco más y cuestionan  nuestra forma de hacer las cosas como padres, tutores legales, profesores, instituciones, etc. Y aunque los castigos dejan de tener sentido (el “porque lo digo yo” de toda la vida), éstos aprenden la inercia estratégica de repetir lo que los adultos han hecho por ellos antes. Basta un “la vida es dura” o un “es lo que hay” para desencantarse del todo. Estarán mal las cosas, pero si hemos vivido así hasta ahora, será que podemos continuar haciéndolo, ¿no?...

A todos esos niños a los que aún estamos haciendo trabajar, ¿sabrán perdonarnos cuando lleguen a su edad adulta? ¿Qué harán para curar al niño interior que no pudieron ser?
A todos los que somos adultos o semi adultos, apliquémonos el cuento de una vez por todas.


Patricia Porteros