jueves, 1 de marzo de 2012

El silencio de los discretos

¿A quién le gusta chillar?
No me queda nada claro que para “hacerte escuchar” entre los demás debamos alzar más la voz o gritar y llamar la atención.  Al fin y al cabo, esta idea parte de la ley del más fuerte. Quién más alza su voz, más será escuchado. Manda huevos la cosa…¿Empezamos todos un cursillo de dicción + elevación del autoestima y la autoconfianza y nos ponemos todos a gritar como locos para hacer prevalecer nuestros caprichosos argumentos? Una jungla sonora sería esto.

Afortunadamente no todo el mundo mantiene una actitud de defensa y ataque a ultranza; hay quien se modera en las conversaciones y quien es razonable a la hora de interactuar verbalmente. Son sujetos algo inexistentes en tipos de encuentros sociales de relaciones filiales algo más estrechas, por ejemplo, la de mi familia. Ahí manda la línea argumentativa de “por mis cojones que esto es así”.

En nuestra cultura decir algo gritando y, a poder ser, acompañándolo de gesticulación explícita es sinónimo de poseer la razón. Se trata  de dios o diosa a quien grita  a los cuatro vientos lo que piensa y oye, caiga quien caiga!
Hoy, tras sentirme un tanto disgustada con el tono de voz que debo emplear en según dónde y con quién esté, he intentado analizar mis sensaciones.

La voz es nuestro instrumento sonoro por excelencia, una herramienta de comunicación. Con un tono, un modo de vibración, timbre e intensidad podemos mostrar mucho de lo que somos. A través de una voz quebrada puede haber una persona con muchos miedos, muy triste; detrás de una voz fuerte y precisa puede haber una persona muy luchadora pero con un pequeño deje de desconfianza en sí misma, tras una voz se esconden cientos de matices que se crean en función de cómo somos, qué hacemos y cómo lo hacemos.

Daos cuenta de que incluso podemos modular esta voz dependiendo de con quién estemos. Nuestra voz, o el sonido que más se aproxima a nuestra nota particular (sí, es nuestra propia notación en un pentagrama universal) es aquel en que nos encontramos cómodos y sentimos que lo que estamos diciendo, concuerda con nuestras percepciones y sentimientos. Si no es así, también notaremos enseguida esa disonancia, ese chirriar en nuestro interior que nos advierte que la voz que habla no es nuestra.

Cuando nos percatamos de que alguien nos está escuchando con prisas o no tiene verdadero interés en vuestro parlamento, solemos acelerar el ritmo de nuestra  ponencia. Hablamos más rápido, resumimos e incluso nos enredamos bastante sintiendo que el otro no está por labor. Por su puesto, todos lo hacemos de vez en cuando.

También nos cambia la voz  en función de lo que sintamos por la otra persona interlocutora: amor, ternura rabia, apatía, indiferencia…todo se puede traducir con la voz. Por supuesto, como en todo, hay quien sabe interpretar.  Pero incluso los mejores actores fatigan, volcando tantísimas fuerzas en jugar un rol que realmente no es el propio.

Los Monty Pythons, el incomparable grupo de cómicos británicos surgido a finales  de los 60,  realizaron un día uno de los mejores sketch que he visto de ellos en su programa Monty Python’s Flying Circus. Se trata de una desternillante escena en la que un caballero inglés de impoluta presencia se presenta en la comisaría de policía para denunciar un robo. Como en todo gag, al principio no hay nada aparente extraño hasta que una palabra, gesto o incursión de un tercer elemento discordante interpelan al hemisferio izquierdo del cerebro , el que organiza el pensamiento lógico, lineal, analítico, matemático…en definitiva, el que pone orden y razón para comprender las cosas. Lo que ocurre en una escena cómica de este tipo  -y el calibre humorístico de este conjunto británico es severamente alto- es que traspasamos las fronteras de la lógica para descubrir el salvaje terreno de lo absurdo.
Pues bien, este click aparece tras la petición del policía que recibe al denunciante que cambie la intensidad de su voz, que si no, no lo puede entender. Acaba el turno del recepcionista y cuando al fin consigue adecuarse  a la tonalidad perfecta,  el ciudadano se las tiene que ver con otro miembro del cuerpo policial para proceder con la denuncia. Pero acumulando más ingredientes de surrealismo, éste necesita una que hable con un tono grave y, así,  van apareciendo más personajes en la escena, la cual acaba transformándose en un registro coral atonal y arrítmico de lo que, en teoría, debería  ser una conversación normal entre individuos que hablan una misma lengua.

 Cuesta entenderse cuando cada uno lleva su propio ritmo, su propia vibración... pero también hay que saber adaptarse en la medida que el otro busque lo mismo. El diálogo armónico no es tan difícil entonces  puesto que la armonía no es un conjunto de notas supeditadas a una sola, es la diversidad de notas encajadas, más o menos, en una sola tonalidad. Y así es posible distinguir la hermosísima particularidad de cada  una de ellas en una escala universal.








Patricia Porteros

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